Diario de Viaje

Gustave Kiansumba

Defensor de los derechos humanos. Entrevista realizada por Lucila Jimena Rozas y Jon Solarguren.

gustave

Mi nombre es Gustave Kiansumba. Nací hace 41 años en Bas-Congo, provincia en el oeste de la Republica Democrática del Congo. En mi cultura el apellido no tiene por qué ser del padre o madre sino de una persona a la que se admira, de un invento creado en el pueblo o de un tótem (un objeto, ser o animal que en la mitología de algunas culturas se toma como emblema de la tribu o del individuo, y puede incluir una diversidad de atributos y significados). Esto se inculca generacionalmente y tiene gran importancia en los valores culturales; es el caso de mi nombre. Kiansumba proviene del hermano de mi madre, activista de derechos humanos. Él decía: “la clave de la vida es la paciencia, la perseverancia y el coraje”.

Y esa es precisamente la sensación que transmite Gustave, solicitante de asilo congoleño, perseguido por su militancia en el partido UDPS (Union pour la Démocratie et le Progrès Social), contrario al régimen del presidente Mobutu. En un país en el que nadie puede levantar la voz, Gustave ejercía como líder universitario, estudiaba Ingeniería Agrónoma y se encontraba permanentemente en el punto de mira de Policía y Ejército. Familiares, amistades, su pareja, compañeros y compañeras de lucha y el propio Gustave fueron víctimas de detenciones y torturas.

Es en este contexto en el que Gustave abandona definidamente su casa, tras dos estancias breves en el vecino Congo Brazzaville, y comienza su viaje, buscando un lugar donde poder vivir sin miedo. Se trata de un viaje sin destino definido, que se desarrolla a través de varios países: Camerún, Nigeria, Níger, Mali, Libia, Argelia, Marruecos y España. Numerosas estaciones de paso, desde Kinshasa a Bilbao pasando por Brazzaville, Duala, Kano, Agadez, Sabah, Djanet, Illizi, Ouargla, Tin Zouatin, Tamanrasset, Bamako, Orán, Maghnia, Oujda, Nador, otros lugares indeterminados en los desiertos africanos, Tarifa, Jerez de la Frontera… Listado interminable que da idea de la dureza y la complejidad del proceso migratorio, que dura ya 10 años, los 5 últimos en España.

Gustave nos habla de ‘jeeps’ utilizados para el contrabando, saturados de personas hacinadas en busca de una vida mejor, caravanas de camellos controladas por tuaregs, noches caminando bajo las estrellas y un frío atenazante, días durmiendo bajo el sol abrasador para evitar ser detectados… Cita la escasez de agua y la ingesta de harina de tapioca, cacahuetes, cus-cus, alimentos adecuados para facilitar el viaje, ejemplo de adaptación y resistencia gracias a los testimonios y experiencia previa de miles de personas anónimas que le han precedido en el trayecto.

No todo el tránsito es igual. En el África Subsahariana siempre encuentras a alguien que te dé alojamiento. A pesar de la pobreza y las guerras, la hospitalidad es lo mejor que hay. La primera vez que estuve en Congo Brazaville, sin familia, sin nada, encontré a alguien que me alojó. Más tarde, cuando decidí ir a Camerún, estaba seguro de encontrar a alguien que me ayudase. Sin embargo, a medida que avanza hacia el Norte se hacen patentes, además de las barreras idiomáticas, las diferencias culturales, religiosas. En Libia, para conseguir trabajo, se hace pasar por musulmán: me llamaban Noureddine. Y, por supuesto, aparecen los primeros problemas de movilidad, la necesidad de papeles, el riesgo de perder lo poco que se tiene y de ser deportado. El Estado español no ostenta la exclusividad de la obsesión por permisos, visados, control. Esa situación se repite en varias ocasiones a lo largo del trayecto. En Libia no tenía la documentación necesaria. La policía me detuvo, me quitó todo el dinero que había ahorrado trabajando. La única solución era darles todo lo que tenía para que me dejasen marchar.

En Agadez (Níger) una pareja me pidió que les acompañase hasta Sabah (Libia). No estaba en mis planes, yo quería ir a Argelia, pero me dijeron que pagaban mi viaje si íbamos juntos, a condición de ser el líder, el organizador. Averigüé quién hacía esos trayectos, quién lo hacía bien, quién se aprovechaba y estafaba. Tenían miedo de enfrentarse a la gente y yo tenía el conocimiento, el coraje. Era el cuidador. En cualquier sitio, donde había peligro, tenía que hablar, manejar las cosas.

Así, Gustave se encarga de todos los preparativos, acordando el transporte para los tres en un ‘jeep’ donde se hace espacio para aproximadamente 40 personas. En la práctica, la última estación nocturna queda a 80 kilómetros de Sabah, en medio de la oscuridad. Es ahí donde empieza la aventura más terrible. Nos encontramos con los agresores, gente que quiere dinero y objetos de valor, una tribu tuareg. Van en camellos y portan armas. Se encuentran alrededor de esa zona porque saben que los inmigrantes pasan por ahí. Vienen, disparan al aire y te amenazan para que les des tus cosas. Te controlan y hay que pagarles para que te dejen subir en sus camellos y te acompañen hasta la frontera. Como yo estaba a cargo de la pareja, tuve que hablar con esta gente y decirles que eran mis hermanos y que la chica con la que íbamos estaba enferma. Tuvo mucha suerte y no la tocaron. Gustave, en este momento del relato, levanta su mirada y dice: He visto mucho, no es un viaje para chicas, se les obliga a dar sexo por ayuda.

Tras varios reveses, incluida una deportación a Mali, y tras pasar por Djanet, Orán, Maghnia y Oujda, ya en territorio marroquí, llega a Nador, donde se interna en el bosque cercano al muro fronterizo con Melilla. Ese bosque será su refugio temporal, junto a muchas otras personas, a la espera de una oportunidad para franquear la valla que separa Marruecos y el territorio español.

Tras dos fracasos, Gustave lo intenta una vez más, en este caso nadando, hasta llegar a las orillas de una playa de Melilla. Tuve primero que caminar hasta la costa, donde acaba la valla. Se puede entrar nadando a Melilla, ya que los marroquíes no controlan tanto la costa. Entonces bajé hasta ese lugar, me puse a nadar rodeando la orilla, nadé de espaldas unos 45 minutos dentro de una rueda de coche, haciendo el menor ruido posible. Pero apareció un barco de la Guardia Civil. Me sacaron del agua y me pegaron hasta… imagínate, hasta no poder más. Se estuvieron riendo, tomando fotos. Luego me llevaron a la valla y me dejaron de nuevo en Marruecos, para enviarme de vuelta a Oujda.  

Lo más duro y complicado no fue fracasar en el intento de pasar la frontera, sino ser testigo de la matanza de varias personas que conoció dentro del bosque donde se ocultaban. La policía de Marruecos, en complicidad con la Guardia Civil, mató a unos subsaharianos que intentaron cruzar la frontera, entre ellos un chico de Camerún que conocía muy bien de mi estancia en el bosque. Tenía 19 ó 20 años. Un día le dispararon con un arma, un arma real. Ese día decidí salir por fin del silencio. Hicimos una manifestación, salimos del bosque con su cuerpo para decir “Bueno, habéis matado a mis compañeros, ahora tenéis que matarnos a todos”. Al final nos capturaron y nos deportaron a Oujda.

Esos viajes de ida y vuelta entre la valla y Oujda desaniman a Gustave y decide, momentáneamente, no volver a intentarlo, quedándose en esa ciudad por un tiempo. Vivía en los terrenos de la Universidad de Oujda, donde el rector y los estudiantes permiten quedarse (y siguen haciéndolo) a personas en situación de vulnerabilidad por razones humanitarias, puesto que es un espacio en el que la Policía no puede ingresar. A pesar de la dureza de las condiciones, o precisamente gracias a ella, en ese momento decide retomar su papel de activista de derechos humanos, denunciado casos de abuso a las organizaciones que trabajan allí.

Empecé a trabajar con organizaciones locales y después con Médicos Sin Fronteras. Esa labor me mantenía motivado. Yo era el puente entre los inmigrantes y las organizaciones. Estaba atento a si alguna de las cinco mil personas que vivían allí tenía problemas o se encontraba enferma, ya fueran hombres, mujeres o niños. Ésa era mi labor, principalmente.

Pero la visibilidad de su trabajo, sus denuncias, suponen un riesgo, no siempre bien calculado, debido a la excesiva exposición pública. A través de una organización defensora de derechos humanos local de Oujda, denuncié ante el Gobierno de Marruecos una matanza sufrida por un grupo de inmigrantes subsaharianos. Fui detenido y encarcelado. Imagínate, hice una denuncia sin tener papeles, sin nada. Aunque las asociaciones de allí me brindaron su apoyo, en ese momento me encontraba ya muy cansado, y decidí intentar de nuevo entrar en España.

Y gracias a sus numerosos contactos, al fin, la patera en la que logra embarcar alcanza las costas de Cádiz. Los marroquíes buscan subsaharianos para buscar otros subsaharianos que quieran cruzar la frontera. “Mira, tenemos una patera para cuarenta personas, buscamos clientes”. Estos pagan a sus compatriotas subsaharianos, que luego les dan el dinero a los marroquíes. Pero yo creo que tienen contacto con los españoles. Si no, ¿cómo saben esas personas cuándo es un buen día para cruzar?, ¿cómos saben cuándo hay menos control en las costas?

¿Y qué le esperaba en España? Tras ser detenido por la Guardia Civil, fue internado en un CIE. Una vez que su primera solicitud de asilo fue admitida a trámite, ingresó en un piso de acogida. Decidió abandonar ese recurso y trasladarse a Bilbao, donde continúa a la espera de la resolución sobre su segunda solicitud de asilo.

Esta es una de tantas historias marcada por ciertos rasgos de Gustave que la hacen personal, única, intransferible: universitario, ingeniero agrónomo, activista en defensa de los derechos humanos, con madera de líder… En la actualidad, sigue trabajando como defensor de derechos humanos, como congoleño, como bilbaíno. Desde CREA (Centro de Recursos Africanistas) sigue promoviendo procesos de participación social y denunciando las muchas violaciones de derechos, aquí y en la frontera con Marruecos, donde mantiene numerosos contactos. El activismo político, el sentido de la justicia y la defensa de los Derechos Humanos creo que me definen, y han marcado, no sé si de forma consciente o inconsciente, la práctica totalidad de las decisiones que he tomado en mi vida adulta. Y, de hecho, continúo la tarea, aquí, en Bilbao, a miles de kilómetros de mi país, y no tengo intención de dejar de luchar por construir una sociedad más justa, igualitaria y solidaria.

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