Monólogo de un exilio

Rosa Isela Pérez

Periodista mexicana, refugiada en el estado español

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Lloraba en silencio desde una de las bancas más alejadas de las ventanillas. Era una africana que parecía haber dormido varios días a la intemperie. Yo la veía tratando de que no me descubrieran sus ojos. Me distraje. Por un momento puse una barrera a los recuerdos que me habían endurecido la garganta.

Luego regresaba a lo que realmente importaba: mi familia estaba conmigo y eso era todo. Teníamos más de 3 horas esperando la entrevista en la Oficina de Asilo y Refugio (OAR) y el tiempo destruyó el bloque que me había impuesto para cerrar la memoria. Todos los recuerdos se abrieron.

Pensé que en realidad todo ocurrió despacio, con la paciencia cautelosa de un engranaje de intereses, muy experimentado.

Cuando empecé a escribir sobre las historias de mujeres desaparecidas y asesinadas, no imaginé que después de unos años tendría que irme del lugar donde nací, Ciudad Juárez. Mucho menos que me daría la espalda alguna gente con la que trabajé.

La publicación de la versión de las familias de las víctimas, las hipótesis sobre las desapariciones y asesinatos, la negligencia y corrupción de las personas responsables de realizar las investigaciones, fueron temas de primera plana mientras así convino a los intereses del medio de comunicación donde trabajaba. Luego me quedé sola en la trinchera del periodismo.

Por estas publicaciones, todo el sexenio del entonces gobernador de Chihuahua, Patricio Martínez García (1998-2004), fue de confrontación con los directivos del periódico Norte. Para mí, eso no era nada comparado con las consecuencias que viví y lo que enfrentaría en un nuevo país, lejos de mi familia, con un nuevo comienzo, ahora desde cero, otra vez.

La mujer africana no mereció la menor muestra de interés por sus lágrimas. Estaba sola. A pesar de estar con mi marido y mis hijos, yo me sentía igual. Tal como me vi tras la primera amenaza, aunque en un primer momento no sentí temor. No me daba cuenta de que la vida de la gente en Ciudad Juárez no tiene un costo político para los responsables de la seguridad. Nadie responde por nada.

A mi correo electrónico llegaban mensajes con insultos y amenazas. Algunos de ellos sólo decían: “here, the serial killers”. Informé al director del periódico, pero no hizo nada. Ni siquiera se hizo pública la denuncia. De las llamadas que recibió mi madre, en vano hablé nuevamente con él. Su respuesta fue que si quería lo denunciara, pero que no tenía ningún caso porque “nosotros sabemos que los que hacen esas cosas, son los mismos que hacen las investigaciones”. Nunca más hablé de esa situación con nadie del periódico. La desconfianza era cada vez más fuerte en un ambiente que no está a salvo de la corrupción.

Todo empeoró después del hallazgo de 8 mujeres asesinadas en una zona conocida como Campo Algodonero, en noviembre del 2001. Con tortura, arrancaron confesiones de culpabilidad a dos hombres. Las familias de los acusados sufrieron intentos de secuestro y asesinato. Mario Escobedo y Sergio Dante Almaraz Mora, abogados de los acusados, fueron asesinados. Previamente, este último logró la libertad de Víctor Javier García Uribe, uno de los acusados de estos 8 crímenes, pero éste, para proteger su vida, se sumió en el silencio absoluto tras salir de prisión. Gustavo González, otro de los acusados, murió en el penal de máxima seguridad de Chihuahua, tras una cirugía. Su familia acusó al gobierno de haberlo asesinado.

Una campaña de desprestigio acompañó a estas irregularidades. Pero esta vez fue dirigida hacia las propias familias de las víctimas, defensores de derechos humanos y periodistas que denunciamos la impunidad. Se nos acusó de manchar la imagen de la ciudad con lo que llamaron “el mito del feminicidio” y de lucrarnos con este problema. A la campaña del gobierno se unieron medios de comunicación, empresarios y directivos de dos universidades. Fue un linchamiento público y a su vez una llamada al linchamiento.

Todo esto coincidió con la llegada de una nueva administración gubernamental y el periódico Norte cambió su política editorial. De pronto, la violencia contra las mujeres, con suerte, ocupaba un tercer plano; en otras ocasiones, la información que escribía era modificada. Hasta que fui despedida sin justificación.

Luego se me impuso un veto laboral. La causa, me dijeron, porque había “manchado la imagen de la ciudad al escribir sobre el mito del feminicidio”. El mismo mensaje del discurso oficial.

Seis meses antes de ser asesinado, Sergio Dante Almaraz me dijo que directivos de Norte se habían reunido con funcionarios del gobierno. “Negociaron. Ahora ya ni las llamadas me reciben. Entendí que en los medios de comunicación no hay amigos. Se vendieron”. Así explico también mi despido.

De pronto, llamaron a la africana que, por momentos, me había puesto a salvo de la realidad.

Al pasar frente a mí, vi en sus ojos la misma tristeza de mi familia cuando me despidió en el aeropuerto de Ciudad Juárez. Una escena dolorosa que no se olvida.

Yo no podía creer que me encontraba con mi marido y con mis hijos en otro país, muy lejos de donde vivíamos, que habíamos dejado todo, perdido todo. Las consecuencias de los feminicidios no sólo alcanzan a familiares y amigos de las víctimas. Para quienes se atreven a denunciar la impunidad, de poco sirven instituciones, nuevas leyes o discursos con promesas de justicia.

Las amenazas, que se habían acabado al ser despedida, volvieron después de enviar mi testimonio a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) en 2009, en un proceso contra México que habían iniciado organizaciones y familiares de víctimas de feminicidios por el caso del Campo Algodonero. El juicio estaba por llegar a su fin en esta instancia.

La CoIDH dictó medidas urgentes y provisionales a mi favor, pero el gobierno mexicano se negó a acatarlas en dos ocasiones. No había nada que esperar de los responsables de velar por mi seguridad.

Fue una gran fortuna contar con apoyo de personas y organizaciones para poder salir de México, pero también fue indignante vivir en persona la política de simulación sobre los derechos de las mujeres, a las que el Estado mexicano se ha comprometido a proteger.

Una mujer me llamó cuando ya casi cerraban la OAR. Escribió lo que relaté sin inmutarse. Un año después, la respuesta a mi solicitud fue afirmativa, pero el panorama aún era incierto en términos de integración laboral. Y sigue siéndolo.

En el tiempo que llevo en este país, he visto los rostros de muchas otras mujeres de distintos países, como el de aquella africana, con la misma tristeza, con la misma vulnerabilidad, arrastrando historias de violencia y luchando por salir adelante en un país que no es el propio. Y pienso, ¿cómo puede ocurrir esto con tantas leyes, con tantos discursos e instituciones que protegen a las mujeres? El tiempo que ha tomado construir este entramado de injusticias ha sido largo, igual que lo que está tomando revertirlo.

 

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