Miembro del Grupo de Inmigración de Cambalache
En el estado español había doce millones de personas asalariadas en el año 1994. Trece años después, había veinte millones.
En el estado español había un millón de inmigrantes en el año 2000. Ocho años después, había casi seis millones.
En el estado español se desarrolló durante este período –y aún sigue vigente– una política migratoria caracterizada por la militarización de la frontera exterior, la restricción del derecho de asilo y la instauración de un estado de excepción contra la población inmigrante en el propio territorio del Estado: masivas y omnipresentes redadas racistas, humillaciones en los calabozos, Centros de Internamiento de Extranjeros y macabros vuelos de repatriación son algunos de los elementos de esta política.
Además de negar la existencia de buena parte de estos dispositivos represivos, el Ministerio del Interior –pero también los grandes partidos políticos e incluso los sindicatos mayoritarios– siempre han defendido que la función del Estado es controlar los flujos migratorios y promover una migración ordenada. Para eso, supuestamente, existen los controles.
Asomada a los medios de comunicación, la mayor parte de la población asiste a estas prácticas y a estas argumentaciones como si la política migratoria española y el propio hecho migratorio fueran una novedad para el capitalismo europeo. Y, sin embargo, la Historia nos ofrece claves para analizar este proceso y para desenmascarar las verdaderas intenciones de los sucesivos gobiernos españoles que han abordado el “problema de la inmigración”.
La movilidad de la población en el capitalismo es un elemento necesario para engrasar el sistema. Junto al desarrollo tecnológico –que sustituye a las personas por “máquinas” y, por tanto, crea desempleo– y el estímulo al crecimiento poblacional, las migraciones internas (generalmente en forma de éxodo rural) o las migraciones internacionales han sido uno de los mecanismos para generar una oferta de población obrera no sólo suficiente sino incluso abundante, por encima de las necesidades medias. En épocas de expansión de la producción, este exceso de población dispuesta a trabajar se convierte en imprescindible para el proceso de acumulación capitalista.
El pionero proceso de industrialización británico así lo demuestra: en la segunda mitad del siglo XIX la población campesina, una vez cortocircuitada la posibilidad de mantener sus formas de vida ligadas a la tierra, acudía a las ciudades en busca de un jornal en las fábricas. Sin embargo, no llegaba en suficiente cantidad para alimentar el rápido proceso industrializador y urbanizador. Cientos de miles de migrantes procedentes de Irlanda fueron entonces reclutados: la diferenciación entre la clase obrera británica y la irlandesa permitió además explotar de forma aún más miserable a esta última, e incluso señalarla como enemigo interno culpable de la pobreza, el desempleo, etc.
Más adelante, antes de la Primera Guerra Mundial y en el período de entreguerras, podríamos señalar numerosos ejemplos de la utilización de la fuerza de trabajo inmigrante en Francia, Suiza, Alemania y otros países europeos. Pero es probablemente el momento inmediatamente posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial el que nos permite vislumbrar con mayor nitidez la importancia de la movilidad de las personas para alimentar procesos de acumulación capitalista: el crecimiento económico de la Europa Occidental en el cuarto de siglo inmediatamente posterior a la guerra –los llamados Treinta Gloriosos– sólo fue posible gracias a la succión de millones de inmigrantes procedentes principalmente del Sur de Europa y de las colonias y excolonias francesas y británicas. Aunque se montaron oficinas de reclutamiento y selección en los países de origen, una porción muy importante de las migraciones fue de carácter clandestino. La política migratoria europea se movió entre las “políticas de repoblación” que, por ejemplo en Francia, impulsaron la presencia de mujeres argelinas dispuestas a producir hijos e hijas para la fábrica europea; y el impulso de la inmigración de ida y vuelta, los gasterbeiter que obtenían trabajo en Alemania a condición de comprometerse a marcharse al fin del contrato. Con la llegada de la crisis en los años 70 –como ahora– se multiplicaron las voces que exigían la repatriación de la población inmigrante sobrante.
Estos hechos no nos son ajenos. Una buena porción de esas migraciones procedía del estado español –unos dos millones de personas se fueron a otros países europeos en esa época–. Su éxodo fue complementario al de millones de personas que, dentro del Estado, abandonaron los pueblos en busca de un salario y otra vida en la ciudad.
Estas migraciones que cruzaban la frontera de camino a otros países pueden ilustrar, precisamente, el papel jugado por la población inmigrante en el estado español durante el período de auge que se terminó en 2007. Ante la política de externalización de fronteras, la recurrente violencia en las vallas de Ceuta y Melilla, el achicamiento del derecho de asilo o el endurecimiento de las rutas migratorias marítimas, nos hemos sentido tentadas en ocasiones a describir la política migratoria como una política de cierre de fronteras, representada por la metáfora de la Europa fortaleza. Sin embargo, la población inmigrante se multiplicó casi por seis en los primeros años del siglo XXI. Los enormes beneficios del auge económico se basaron no sólo en la burbuja especulativa sino en la explotación masiva del trabajo asalariado, tanto en el mercado legal como en la economía sumergida. Los instrumentos represivos de la política de extranjería, lejos de parar u ordenar los flujos migratorios, facilitaron la “invención” de un trabajo barato al servicio del capital español, principalmente en sectores como la construcción, la hostelería, la agricultura bajo plástico y, en el caso de las mujeres migrantes, también en el trabajo de cuidados, asumido casi exclusivamente por mujeres en una sociedad patriarcal.
Esta política migratoria ha sido una política de eternización del desarraigo. A través de la persecución a las personas sin papeles y mediante un sofisticado sistema de aprobación y renovación de permisos de residencia ligados a la obtención de un trabajo, las y los migrantes pasan largos años –o incluso décadas- bajo la amenaza de ser expulsadas o de caer en la clandestinidad sobrevenida (en el caso de no cumplir los requisitos para las renovaciones). De ese modo, la expulsión de unas 11.000 personas al año y el encierro en Centros de Internamiento de Extranjeros de otras decenas de miles, en vez de ser medidas de control de los flujos migratorios –como nos vende la propaganda oficial-, son en realidad un amenazante peso sobre los hombros de todas las personas migrantes que, en algún momento, pueden llegar a sufrir esa situación. Las redadas y expulsiones son instrumentos ejemplarizantes para asegurar el disciplinamiento de la población migrante, su disposición a cumplir el papel que les ha sido dado: convertirse en “pobres diablos dispuestos a vender su pellejo por un mísero jornal”. Por ello, las leyes de extranjería han sido también una especie de reforma laboral encubierta para garantizar la sumisión y la precariedad de millones de personas.
Tras más de un lustro de crisis económica, y a pesar de que aumentan las voces oportunistas que piden que la población migrante se vaya porque ya no la necesitamos, el hecho es que la mayor parte de ella permanece en el estado español. Los flujos migratorios se han ralentizado mucho, e incluso se han invertido, y hay un cierto retorno sobre todo a aquellos países de origen que ofrecen nuevas oportunidades socioeconómicas. El papel de fuerza de trabajo precaria se manifiesta en la forma en que se han disparado las tasas de desempleo de los y las migrantes, muy por encima del ya de por sí elevadísimo desempleo de la población autóctona. Pero, tal y como ocurrió en Europa Occidental en los años setenta del siglo XX, mucha gente lucha por quedarse y por reagrupar a su familia, pues la crisis impacta igualmente en sus lugares de origen.